domingo, 20 de enero de 2013

Némesis Médica 1978

Némesis Médica Notas, Referencias y Anexos
Anexos
Alternativas de Ivan Ilich

PARTE I: YATROGÉNESIS CLÍNICA

 21
PARTE I: YATROGÉNESIS CLÍNICA

1. LA EPIDEMIA DE LA MEDICINA MODERNA
Durante las pasadas tres generaciones las enfermedades que padecen las sociedades occidentales han sufrido cambios dramáticos1. La poliomielitis, la difteria y la tuberculosis están desapareciendo; una sola dosis de un antibiótico cura a menudo la neumonía o la sífilis, y se ha llegado a controlar tantas causas de defunción masiva, que actualmente dos tercios de todas las muertes se relacionan con las enfermedades de la vejez. Los que mueren jóvenes son en la mayoría de los casos víctimas de accidentes, violencia o suicidio.2

Por lo general, estos cambios en el estado de salud se identifican con una disminución del sufrimiento y se atribuyen a una mayor o mejor asistencia médica. Aunque casi cada uno piensa que por lo menos uno de sus amigos no se hallaría vivo y sano de no ser por la pericia de un doctor, de hecho no existe evidencia de ninguna relación directa entre esta mutación de la enfermedad y el llamado progreso de la medicina.3

Los cambios son variables dependientes de transformaciones políticas y tecnológicas que a su vez se reflejan en los actos y las palabras de los médicos; no tienen relación significativa con las actividades que requieren la preparación, el rango social y el costoso equipo de que se enorgullecen las profesiones de la salud.4 Además, una proporción creciente de la nueva carga de enfermedades de los últimos quince años es en sí misma el resultado de la intervención médica en favor de personas que están enfermas o podrían enfermar. Es de origen médico, o yatrogénico.5

Tras un siglo de perseguir la utopía médica,6 y contrariamente a la actual sabiduría convencional,7 los servicios médicos no han tenido un efecto importante en producir los cambios ocurridos en la expectativa de vida. En gran medida, la asistencia clínica contemporánea es incidental a la cura de la enfermedad, pero el daño causado por la medicina a la salud de individuos y poblaciones resulta muy significativo. Estos hechos son obvios, están bien documentados y son objeto de fuerte represión.

23
LA EFICACIA DE LOS MÉDICOS: UNA ILUSIÓN
El estudio de la evolución seguida por las características de las enfermedades proporciona pruebas de que durante el último siglo los médicos no han influido sobre las epidemias más profundamente que los sacerdotes en tiempos anteriores. Las epidemias han llegado y se han ido bajo las imprecaciones de ambos pero sin ser afectadas por éstas. Los rituales practicados en las clínicas médicas no las han modificado de manera más decisiva que los exorcismos usuales en los santuarios religiosos.8 La discusión sobre el porvenir de la asistencia médica podría iniciarse en forma útil partiendo de este reconocimiento.

Las infecciones que predominaron al iniciarse la edad industrial ilustran cómo la medicina adquirió su reputación.9 La tuberculosis, por ejemplo, alcanzó una cima a lo largo de dos generaciones. En 1812, se calculó que la mortalidad en Nueva York sobrepasaba la proporción de 700 por 10 000; en 1882, cuando Koch aisló y cultivó por vez primera el bacilo, había declinado a 370 por 10 000. La tasa había disminuido a 180 cuando se abrió el primer sanatorio en 1910, aunque la tisis ocupaba todavía el segundo lugar en los cuadros de mortalidad10. Después de la Segunda Guerra Mundial, pero antes de que el uso de antibióticos se convirtiera en rutina, había descendido al undécimo lugar con una tasa de 48. De manera análoga, el cólera,11 la disentería12 y la fiebre tifoidea alcanzaron un máximo y luego disminuyeron independientemente del control médico. Cuando se llegó a comprender su etiología y su terapia se hizo específica, estas enfermedades ya habían perdido gran parte de su virulencia y con ella su importancia social. La tasa combinada de mortalidad por escarlatina, difteria, tosferina y sarampión en niños menores de quince años muestra que casi el 90% de la disminución total en mortalidad desde 1860 hasta 1963 se había registrado antes de la introducción de los antibióticos y de la inmunización generalizada. 13 Este receso puede atribuirse en parte al mejoramiento de la vivienda y a una disminución de la virulencia de los microorganismos, pero con mucho el factor más importante fue una mayor resistencia del huésped al mejorar la nutrición. Actualmente, en los países pobres, la diarrea y las infecciones de las vías réspiratorias superiores se registran con más frecuencia, duran más tiempo y provocan más alta mortalidad cuando la nutrición es mala, independientemente de que se disponga de mucha o poca asistencia médica.14

En Inglaterra, a mediados del siglo XIX, las epidemias de enfermedades infecciosas habían sido remplazadas por grandes síndromes de malnutrición, como el raquitismo y la pelagra. Estos a su vez alcanzaron un máximo y se desvanecieron, para ser sustituidos por las enfermedades de la primera infancia y luego por úlceras duodenales en los jóvenes. Cuando éstas disminuyeron, ocuparon su lugar las epidemias modernas: cardiopatías coronarias, enfisema, bronquitis, obesidad, hipertensión, cáncer, sobre todo pulmonar, artritis, diabetes y los llamados desórdenes mentales. A pesar de intensas investigaciones, no contamos con una explicación completa sobre la génesis de estos cambios.15 Pero dos cosas son ciertas: no puede acreditarse al ejercicio profesional de los médicos la eliminación de antiguas formas de mortalidad o morbilidad, ni tampoco se le puede culpar por la mayor expectativa de una vida que transcurre sufriendo las nuevas enfermedades. Durante más de un siglo, el análisis de las tendencias patológicas ha mostrado que el ambiente es el determinante primordial del estado de salud general de cualquier población. 16 La geografía niédica, 17 la historia de las enfermedades, 18 la antropología médica19 y la historia social de las actitudes hacia la enfermedad 20 han mostrado que -la alimentación, 21 el agua 22 y el aire, 23 en correlación con el nivel de igualdad sociopolítica 24 y con los mecanismos culturales que hacen posible mantener la estabilidad de la población, 25 juegan el papel decisivo en determinar cuán saludables se sienten las personas mayores y a qué edad tienden a morir los adultos. A medida que los viejos factores - patógenos retroceden, una nueva clase de malnutrición está convirtiéndose en la epidemia moderna de más rápida expansión. 26 Un tercio de la humanidad sobrevive en un nivel de desnutrición que en otros tiempos habría sido letal, mientras que cada vez más gente rica absorbe siempre más tóxicos y mutágenos en sus alimentos.27

Algunas técnicas modernas, a menudo desarrolladas con ayuda de médicos, y óptimamente eficaces cuando se integran a la cultura y al ambiente o cuando se aplican independientemente de la práctica profesional, han efectuado también cambios en la salud general, pero en menor grado. Entre ellas pueden incluirse los anticonceptivos, la vacunación de infantes contra la viruela, y medidas sanitarias no médicas como el tratamiento del agua y el drenaje, el uso de jabón y tijeras por las comadronas, y ciertos procedimientos antibacterianos e insecticidas. La importancia de muchas de estas prácticas fue reconocida y declarada en primera instancia por médicos -a menudo valerosos disidentes que sufrieron por sus recomendaciones-28 pero esto no consigna el jabón, las pinzas, las agujas de vacunación, los preparados para despiojar o los condones a la categoría de "equipo médico". Los cambios más recientes en mortalidad desde los grupós más jóvenes hasta los de mayor edad pueden explicarse por la incorporación de estos recursos y procedimientos a la cultura del lego.

En contraste con las mejoras ambientales y las medidas sanitarias modernas no profesionales, el tratamiento específicamente médico de la gente nunca se relaciona en forma significativa con una disminución del complejo patológico ni con una elevación de la expectativa de vida. 29 La proporción de médicos en una población, los medios clínicos de que disponen, el número de camas de hospital tampoco son factores causales en los impactantes cambios registrados en las características generales de las enfermedades. Las nuevas técnicas para reconocer y tratar afecciones tales como la anemia perniciosa y la hipertensión, o para corregir malformaciones congénitas mediante intervenciones quirúrgicas, redefinen pero no reducen la morbilidad. El hecho de que haya más médicos donde ciertas enfermedades se han hecho raras tiene poco que ver con la capacidad de ellos para controlarlas o eliminarlas. 30 Esto simplemente significa que los médicos se desplazan como les place, más que otros profesionales, y que tienden a reunirse donde el clima es saludable, el agua es pura, y la gente tiene trabajo y puede pagar sus servicios.31

32
INÚTIL TRATAMIENTO MÉDICO
La imponente tecnología médica se ha unido con la retórica igualitaria para crear la impresión de que la medicina contemporánea es sumamente eficaz. Durante la última generación, sin duda, un número limitado de procedimientos específicos ha resultado de extrema utilidad. Pero, cuando no se encuentran monopolizados por profesionales como herramientas del oficio, los que resultan aplicables a las enfermedades ampliamente difundidas suelen ser muy económicos y requieren un mínimo de técnicas personales, de material y de servicios de custodia hospitalaria. En contraste la mayoría de los enormes gastos médicos actuales en rápido aumento se destinan a diagnósticos y tratamientos cuya eficacia es en el mejor de los casos dudosa. 32 Para apuntalar esta afirmación conviene distinguir entre enfermedades infecciosas y no infecciosas.

En el caso de las enfermedades infecciosas, la quimioterapia ha desempeñado un papel importante en el control de la neumonía, la gonorrea y la sífilis. La mortalidad por neumonía, en otro tiempo el "amigo de los viejos", disminuyó cada año de 5 a 8% después de que las sulfamidas y los antibióticos salieron al mercado. La sífilis, el pian, y muchos casos de paludismo y tifoidea pueden curarse con rapidez y facilidad. El aumento de las enfermedades venéreas se debe a nuevas costumbres, no a la medicina inútil. El resurgimiento del paludismo ha de atribuirse al desarrollo de mosquitos resistentes a los pesticidas y no a alguna falta de medicamentos antipalúdicos.33 La inmunización ha eliminado casi por entero la poliomielitis, enfermedad de los países desarrollados, y sin duda las vacunas han contribuido a la disminución de la tosferina y el sarampión,34 confirmando así al parecer la creencia popular en el "progreso médico". 35 Pero en lo que respecta a la mayoría de las demás infecciones, la medicina no puede presentar resultados comparables. El tratamiento con medicamentos ha ayudado a reducir la mortalidad por tuberculosis, tétanos, difteria y escarlatina, pero en la disminución total de la mortalidad o la morbilidad por estas enfermedades, la quimioterapia jugó un papel secundario y posiblemente insignificante. 36

El paludismo, la leishmaniasis y la enfermedad del sueño retrocedieron ciertamente por un tiempo ante la embestida del ataque químico, pero actualmente vuelven a cundir. 37

La eficacia de la intervención médica para combatir enfermedades no infecciosas es aún más discutible. En algunas situaciones y para ciertas condiciones, se ha demostrado en verdad un progreso efectivo: es posible prevenir parcialmente las caries dentales mediante la flurización del agua, aunque a un costo que todavía no acaba de conocerse. 38 El tratamiento sustitutivo reduce la acción directa de la diabetes, aunque sólo por corto tiempo. 39 La alimentación intravenosa, las transfusiones sanguíneas y las técnicas quirúrgicas permiten que un número mayor de quienes llegan al hospital sobreviva a los traumatismos, pero las tasas de supervivencia con respecto a los tipos más comunes de cáncer -los que integran el 90% de los casos- han permanecido prácticamente inalteradas durante los últimos veinticinco años. Este hecho ha sido constantemente enmascarado por anuncios de la Sociedad Americana del Cáncer que recuerdan las proclamas del general Westmoreland desde Vietnam. Por otra parte, se ha comprobado el valor diagnóstico de la prueba de frotis vaginal de Papanicolau: si dicha prueba se realiza cuatro veces por año, la intervención precoz en el cáncer cervical aumenta en forma demostrable de tasa de supervivencia de cinco años. Algún tratamiento para el cáncer cutáneo es sumamente eficaz. Pero hay poca evidencia de eficacia en el tratamiento de la mayoría de los otros tipos de cánceres.40 La tasa de supervivenicia después de cinco años, en los casos de cáncer de la mama, es del 50%, sin importar la frecuencia de los exámenes médicos ni el tratamiento que se emplee. 41 No se ha comprobado que esta tasa difiera de la del cáncer no tratado. Aunque los clínicos y los publicistas de la institución médica destacan la importancia del diagnóstico y tratamiento precoces de éste y varios otros tipos de cáncer, los epidemiólogos han empezado a dudar de que la intervención temprana modifique el índice de supervivencia.42 En raras cardiopatías congénitas y en la cardiopatía reumática, la cirugía y la quimioterapia han aumentado las perspectivas de llevar una vida activa para algunos de los que sufren de condiciones degenerativas.43 Sin embargo, el tratamiento médico de las enfermedades cardiovasculares comunes 44 y el tratamiento, intensivo de las enfermedades cardiacas 45 son eficaces sólo cuando concurren circunstancias más bien excepcionales que se hallan fuera del control del médico.

El tratamiento con medicamentos de la hipertensión arterial es eficaz, y justifica el riesgo de efectos secundarios, para los pocós que la padecen como síndrome maligno. Representa un peligro considerable de graves daños, muy superiores a cualquier beneficio comprobado, para los 10 ó 20 millones de norteamericanos a quienes temerarios plomeros de arterias tratan de imponerlo.46

38
LESIONES PROVOCADAS POR EL MÉDICO
Por desgracia, la asistencia médica fútil pero inocua es el menor de los daños que una empresa médica en proliferación infringe a la sociedad contemporánea. El dolor, las disfunciones, las incapacidades y la angustia resultantes de la intervención médica técnica rivalizan actualmente con la morbilidad debida a los accidentes del tráfico y de la industria, e incluso a las actividades relacionadas con la guerra, y hacen del impacto de la medicina una de las epidemias de más rápida expansión de nuestro tiempo. Entre los perjuicios homicidas institucionales, sólo la malnutrición moderna lesiona a más gente que la enfermedad yatrogénica en sus diversas manifestaciones.47 En el sentido más estricto, la enfermedad yatrogénica incluye sólo las enfermedades que no se habrían producido si no se hubiesen aplicado tratamientos ortodoxos y profesionalmente recomendados.48 Dentro de esta definición, un paciente podría demandar a su terapeuta si este último, en el curso de su tratamiento se abstuviera de aplicar un procedimiento recomendado que, en opinión del médico, implicara el riesgo de enfermarlo. En un sentido más general y más ampliamente aceptado, la enfermedad yatrogénica clínica comprende todos los estados clínicos en los cuales los remedios, los médicos o los hospitales son los agentes patógenos o "enfermantes". Daré a esta plétora de efectos secundarios terapéuticos el nombre de yatrogénesis clínica. Son tan antiguos como la medicina misma 49 y siempre han sido objeto de estudios médicos.50 Los medicamentos siempre han sido potencialmente tóxicos, pero sus efectos secundarios no deseados han aumentado con su poder 51 y la difusión de su empleo.52 Cada 24 a 36 horas, del 50 al 80% de los adultos en los Estados Unidos y el Reino Unido ingiere un producto químico por prescripción médica. Algunos toman un medicamento equivocado, otros reciben parte de un lote envejecido o contaminado, y otros mas una falsificación;53 algunos ingieren varios medicamentos en combinaciones peligrosas,54 o bien reciben inyecciones con jeringas mal esterilizadas.55 Ciertos medicamentos forman hábito, otros son mutilantes y otros mutágenos, aunque quizá sólo en combinación con colorantes de alimentos ó insecticidas. En algunos pacientes, los antibióticos alteran la flora bacteriana normal e inducen una superinfección permitiendo a organismos más resistentes proliferar e invadir al huésped. Otros medicamentos contribuyen a criar cepas de bacterias resistentes.56 Así, tipos sutiles de intoxicación se han difundido aún más rápidamente que la desconcertante variedad y ubicuidad de las panaceas.57 La cirugía innecesaria es un procedimiento habitual.58 El tratamiento médico de enfermedades inexistentes produce con una frecuencia cada vez mayor no-enfermedades incapacitantes;59 el número de niños incapacitados en Massachusetts por el tratamiento de no- enfermedades cardiacas supera al número de niños bajo tratamiento eficaz por cardiopatías reales.60

El dolor y la invalidez provocados por el médico han sido siempre parte del ejercicio profesional.61 La dureza, la negligencia y la cabal incompetencia de los profesionales son formas milenarias de su mal ejercicio.62 Con la transformación del médico de un artesano que ejerce una habilidad en individuos a quienes conoce personalmente, en un técnico que aplica normas científicas a toda clase de pacientes, el mal ejercicio profesional adquirió un rango anónimo, casi respetable.63 Lo que anteriormente se consideraba abuso de confianza y falta de moral puede ahora atribuirse racionalmente a la falla ocasional de equipo y operadores. En un hospitaI tecnológico complejo, la negligencia pasa a ser un error humano aleatorio", la actitud encallecida se convierte en "desapego científico" y la incompetentencia se transforma en "falta de equipo especializado". La despersonalización del diagnóstico y la terapéutica hace que el ejercicio profesional impropio deje de ser un problema ético y se convierta en problema técnico.64

En 1971, se presentaron de 12 000 a 15 000 litigios por mal ejercicio profesional en los tribunales de los Estados Unidos. Menos de la mitad de todos esos litigios se resolvieron antes de dieciocho meses, y más del 10% permanecieron no resueltos más de seis años. Por cada dólar pagado por seguros contra mal ejercicio profesional, dieciséis a veinte centavos se destinaron a compensar a la víctima; el resto se pagó a los abogados y los expertos médicos.65 En tales casos, los médicos sólo son vulnerables al cargo de haber actuado contra el código médico, de la acción incompetente del tratamiento prescrito, o de negligencia culpable por codicia o pereza. El problema, empero, es que la mayor parte de los daños infligidos por el médico moderno no caben en ninguna de estas categorías 66 Ocurren en la práctica ordinaria de personas bien preparadas que han aprendido a someterse a los procedimientos y juicios profesionales en boga, aunque sepan (o puedan y deban saber) los daños que causan.

El Departamento de Salud, Educación y Bienestar de los Estados Unidos calcula que el 7% de todos los pacientes sufren, mientras están hospitalizados, lesiones susceptibles de indemnización, aunque pocos de ellos hacen algo al respecto. Más aún, la frecuencia de accidentes reportados en los hospitales es mayor que en cualquier industria, excepto las minas y la construcción de edificios altos. Los accidentes son la causa principal de defunción entre los niños norteamericanos. En proporción al tiempo pasado allí, estos accidentes parecen ocurrir más a menudo en el hospital que en cualquier otro sitio. Uno de cada cincuenta niños internados en un hospital sufre un accidente que requiere tratamiento específico.67 Los hospitales universitarios son relativamente más patógenos, o para decirlo llanamente, producen más enfermedades. También se ha comprobado que uno de cada cinco pacientes internados en un típico hospital para investigación adquiere una enfermedad yatrogénica, algunas veces trivial, que por lo común requiere un tratamiento especial y en un caso de cada treinta conduce a la muerte. La mitad de estos casos resulta de complicaciones del tratamiento medicamentoso; sorprendentemente, uno de cada diez proviene de procedimientos de diagnóstico.68 Pese a las buenas intenciones y a la invocación de un servicio público, un oficial militar con una hoja de servicios similar habría sido depuesto del mando, y un restaurante o centro de diver- siones sería clausurado por la policía. No es de extrañarse que la industria de la salud intente echar la culpa a la víctima del daño causado, ni que el prontuario de una empresa farmacéutica multinacional diga a sus lectores que "la enfermedad yatrogénica tiene casi siempre un origen neurótico".69

47
PACIENTES INDEFENSOS
Los efectos secundarios adversos debidos a los contactos técnicos con el sistema médico, aprobados, erróneos, aplicados con dureza, o contraindicados, representan apenas el primer plano de la medicina patógena. Tal yatrogénesis clínica incluye no sólo el daño que los médicos infligen con la intención de curar al paciente o de explotarlo; sino también aquellos otros perjuicios que resultan de los intentos del médico por protegerse contra un posible juicio por mal ejercicio profesional. Actualmente dichos esfuerzos por evitar litigios y prosecuciones pueden causar mayor daño que cualquier otro estímulo yatrogénico.

En un segundo plano,70 la práctica de la medicina fomenta las dolencias reforzando a una sociedad enferma que anima a sus miembros a convertirse en consumidores de medicina curativa, preventiva, industrial y ambiental. Por una parte los seres defectuosos sobreviven en números cada vez mayores y sólo están en condiciones de vivir bajo la asistencia institucional, mientras por otra parte los síntomas certificados médicamente exceptúan a la gente del trabajo industrial y así la apartan de la lucha política por la transformación de la sociedad que la ha enfermado. El segundo plano de yatrogénesis se manifiesta en diversos síntomas de sobremedicalización social que equivalen a lo que he llamado la expropiación de la salud. Designo a este efecto médico de segundo plano como yatrogénesis social, y habré de discutirlo en la Parte II.

En un tercer plano, las llamadas profesiones de la salud tienen un efecto aún más profundo, que culturalmente niega la salud en la medida en que destruyen el potencial de las personas para afrontar sus debilidades humanas, su vulnerabilidad y su singularidad en una forma personal y autónoma. El paciente en las garras de la medicina contemporánea es sólo un ejemplo de la humanidad atrapada en sus técnicas perniciosas.71 Esta yatro génesis cultural, que discutiré en la Parte III, es la definitiva repercusión contraproducente del progreso higiénico y consiste en la parálisis de las reacciones saludables ante el sufrimiento, la invalidez y la muerte. Se produce cuando la gente acepta la manipulación de la salud planeada a partir de un modelo mecánico, cuando se conspira con la intención de producir algo llamado "mejor salud" como si fuera un artículo de consumo. Esto inevitablemente da por resultado el mantenimiento manipulado de la vida en altos niveles de enfermedad subletal.
Este mal último del "progreso" médico debe distinguirse claramente de la yatrogénesis tanto clínica como social.

Espero mostrar que, en cada uno de sus tres planos, la yatrogénesis ha llegado a ser médicamente irreversible, un rasgo inherente a la empresa médica. Los indeseables subproductos fisiológicos, sociales y psicológicos del progreso diagnóstico y terapéutico se han vuelto resistentes a los remedios médicos. Nuevos artefactos, procedimientos y formas de organización, concebidos como remedios para la yatrogénesis clinica y social, tienden ellos mismos a volverse agentes patógenos que contribuyen a la nueva epidemia. Las medidas técnicas y administrativas adoptadas en cualquier plano para evitar que el tratamiento dañe al paciente tienden a engendrar un segundo orden de yatrogénesis análogo a la destrución progresiva generada por los procedimientos contaminantes usados como medidas contra la contaminación.72

A esta espiral autorreforzante de retroalimentación institucional negativa la designaré con su equivalente clásico griego y la llamaré Némesis médica. Los griegos veían dioses en las fuerzas de la naturaleza. Para ellos Némesis representaba la venganza divina que caía sobre los mortales que usurpaban los privilegios que los dioses guardaban celosamente para sí mismos. Némesis era el castigo inevitable por los intentos de ser un héroe en lugar de un ser humano. Como la mayoría de los nombres griegos abstractos, Némesis adquirió la forma de una divinidad. Representaba la respuesta de la naturaleza a hybris la arrogancia del individuo que busca adquirir los atributos de un dios. Nuestra hybris higiénica contemporánea ha conducido al nuevo síndrome de Némesis médica.73

Al utilizar el término griego deseo recalcar que el concepto correspondiente no encaja en el paradigma explicativo que actualmente ofrecen los burócratas, terapeutas e ideólogos para las crecientes diseconomías y disutilidades que ellos mismos han elaborado con. una total falta de intuición y que tienden a llamar "comportamiento contraintuitivo de los grandes sistemas". Al invocar mitos y dioses ancestrales pienso dejar claro que mi esquema de análisis de la actual descomposición de la medicina es ajeno a la lógica y al ethos industrialmente determinados. Pienso que la inversión de Ménesis sólo puede surgir del hombre y no de otra fuente manipulada (heterónoma) la cual dependería una vez más de la presunción de los expertos y de su mistificación consiguiente.

Némesis médica es resistente a los remedios médicos. Sólo puede invertirse cuando los legos recobran la voluntad de autoasistencia mutua, y a través del reconocimiento jurídico, político e institucional de ese derecho a atenderse, que impone limites al monopolio profesional de los médicos. En mi capítulo final propongo lineamientos para detener a Némesis médica y algunos criterios para mantener la empresa médica dentro de límites saludables. No sugiero ninguna forma específica de asistencia a la salud o a los enfermos, ni propugno ninguna nueva filosofia médica como tampoco recomiendo remedios para la técnica, la doctrina o la organización médica. Sin embargo, propongo una visión alternativa al uso de la organización y la tecnología médicas, junto con sus burocracias y sus ilusiones aliadas.

PREFACIO

PREFACIO
Con este libro se concluye mi participación en los seminarios sobre, "La necesidad de un techo común; el control social de la tecnología" que se ha llevado a cabo en el CIDOC en Cuernavaca, de 1970 a 1976.

Como apéndice, en la página 367 se reproduce el documento-hipótesis que sirvió de base para enmarcar las discusiones, escrito por Valentina Borremans, directora del CIDOC, disuelto e 1976 por haber terminado sus funciones clave.

Describí el impacto del sistema industrial sobre el medio ambiente, sobre las relaciones sociales y el carácter social sucesivamente, en el espejo de las grandes instituciones que este sistema excretó: la escuela, la empresa internacional, el transporte, la medicina.

Este libro no hubiera podido escribirse sin la contribución, en varias etapas, de muchos participantes en los seminarios del CIDOC. Aquí puedo nombrar no sólo aquellos que más directamente me ayudaron a liberarme de prejuicios: Roslyn Lindheim, John McNight, André Gorz, Arturo Aldama, Hermann Schwember, Jean Robert, Jean Pierre Dupuy.

Profundamente agradezco a Verónica Petrowitsch por haber hecho este versión española en colaboración con Valentina Borremans quien, mejor que nadie, conoce la evolución de mi pensamiento y de mi idioma.

El capítulo sobre la industrialización de la muerte es un resumen de las notas que Valentina Borremans ha reunido para su propio libro sobre la historia del rostro de la muerte.

Esta edición resultó finalmente la definitiva y la más completa en su aparato de referencias. Me honra el cuidado con el cual Don Joaquín Diez-Canedo y Bernardo Giner de los Ríos le dieron una forma editorial tan digna y limpia.

Iván Illich
Cuernavaca, diciembre de 1976.

INTRODUCCIÓN

9
INTRODUCCIÓN
La medicina institucionalizada ha llegado a ser una grave amenaza para la salud. El impacto del control profesional sobre la medicina, que inhabilita a la gente, ha alcanzado las proporciones de una epidemia. Yatrogénesis, el nombre de esta nueva plaga, viene de iatros, el término griego para "médico", y de genesis, que significa "origen". La discusión de la enfermedad del progreso médico ha cobrado importancia en las conferencias médicas, los investigadores se concentran en los poderes enfermantes de la diagnosis y la terapia, y los informes sobre el paradójico daño causado por curas contra enfermedad ocupan cada vez mayor espacio en los prontuarios médicos. Las profesiones de la salud se encuentran al filo de una campaña de limpieza sin precedentes. "Clubes de Cos", bautizados en honor de la Isla griega de Doctores, han brotado aquí y allá, reuniendo médicos, droguistas glorificados y sus patrocinadores industriales del mismo modo como el Club de Roma congregó a "analistas" bajo la égida de Ford, Fiat y Volkswagen. Los proveedores de servicios médicos siguen el ejemplo de sus colegas de otros campos al amarrar al palo de "límites al crecimiento" la zanahoria de "siempre más" vehículos y terapias. Los límites a la asistencia profesional a la salud son un tema político que crece con rapidez. A qué intereses servirán dichos límites dependerá en gran parte de quién tome la iniciativa de formular que son necesarios: gente organizada para una acción política que desafíe el poder profesional cimentado en el status quo, o las profesiones de la salud decididas a expandir más aún su monopolio.

El público ha sido prevenido ante la incertidumbre y la perplejidad de los mejores entre sus cuidadores higiénicos. Los periódicos están llenos de informes sobre las manipulaciones volteface de los líderes médicos: los pioneros de los ayer llamados "progresos" advierten a aus pacientes contra los peligros de las curas milagrosas que ellos mismos acaban de inventar. Los políticos que propusieron emular los modelos ruso, sueco y inglés de medicina socializada se apenan de que sucesos recientes muestren la alta eficacia de estos sistemas en producir las mismas curas y atenciones patógenas -es decir, enfermantes- que produce la medicina capitalista, aunque con un acceso menos equitativo. Sobre nosotros se cierne una crisis de confianza en la medicina moderna. Limitarse sólo a insistir en esto sería contribuir aún más a una profecía que se cumple sola, y posiblemente al pánico.

Este libro argumenta que el pánico se halla fuera de lugar. La meditada discusión pública de la pandemia yatrogéncia, partiendo de la insistencia en desmistificación de todos los asuntos médicos, no será peligrosa para la comunidad. De hecho, lo peligroso es un público pasivo que ha llegado a confiar en limpiezas médicas superficiales. La crisis de la medicina podría permitir al lego reclamar en forma efectiva su propio control sobre la percepción, clasificación y toma de decisiones médicas. La laicización del templo de Esculapio podría llevar a deslegitimizar los dogmas religiosos de la medicina moderna a los que las sociedades industriales, de izquierda a derecha, se adhieren ahora.
Mi argumento es que el lego y no el médico tiene la perspectiva potencial y el poder efectivo para detener la actual epidemia yatrogénica. Este libo ofrece al lector lego un marco conceptual dentro del cual determinar el lado turbio del progreso contra sus beneficios más publicitados. Utiliza la valoración social del progreso económico según un modelo que he detallado en otro sitio1 y he aplicado anteriormente a la educación2 y al transporte,3 y que ahora aplico a la crítica del monopolio profesional y del cientificismo en el cuidado de la salud que prevalecen en todas las naciones organizadas para altos niveles de industrialización. A mi parecer: el saneamiento de la medicina es parte intrínseca de la inversión socioeconómica de la que trata la Parte IV de este libro.

Las notas de pie de página reflejan la naturaleza de este texto. Asevero el derecho de romper el monopolio que la academia ha ejercido sobre toda la letra chica al final de página. Algunas notas documentan la información que he utilizado para elaborar y verificar mi preconcebido paradigma de límite óptimo para el cuidado de la salud; perspectiva que no ocupaba necesariamente un lugar en la mente de la persona que reunió los datos correspondientes. A veces, sólo cito mi fuente como el relato de un testigo ocular ofrecido incidentalmente por el autor experto, y al mismo tiempo a la vez rehúso aceptar lo que éste dice como un testimonio experto, sobre la base de que lo conocido sólo de oídas no debería afectar las decisiones públicas pertinentes.

Muchas notas más otorgan al lector el tipo de guía bibliográfica que yo habría apreciado cuando empecé, como un intruso, a sumergirme en el tema de la asistencia a la salud y traté de adquirir competencia en la evaluación política de la eficacia de la medicina. Estas notas remiten a herramientas de biblioteca y obras de referencia que he aprendido a apreciar en años de exploración solitaria. También enlistan lecturas, desde monografías técnicas hasta novelas, que me han sido de utilidad.
Finalmente, he usado las notas para tratar mis propias sugerencias y planteamientos, parentéticos suplementarios y tangenciales, que dejados en el texto principal habrían distraído al lector. El lego en medicina, para quien está escrito este libro, tendrá que adquirir por sí mismo la competencia para evaluar el impacto de la medicina en la asistencia a la salud. Entre todos nuestros expertos contemporáneos, los médicos son aquellos cuya preparación los ha llevado al más alto grado de incompetencia especializada para esta empresa urgentemente necesaria.

La cura de la enfermedad yatrogénica que abarca a toda la sociedad es una labor política, no profesional. Debe basarse en un consenso popular acerca del equilibrio entre la libertad civil de curar y el derecho civil a una asistencia equitativa de la salud. Durante las últimas generaciones el monopolio médico sobre al asistencia a la salud se ha expandido sin freno y ha coartado nuestra libertad con respecto a nuestro propio cuerpo. La sociedad ha transferido a los médicos el derecho exclusivo de determinar qué constituye la enfermedad, quién está enfermo o podría enfermarse, y qué cosa se hará a estas personas. La desviación es ahora "legítima" sólo cuando merece y en última instancia justifica la interpretación e intervención médicas. El compromiso social de proveer a todos los ciudadanos de las producciones casi ilimitadas del sistema médico amenaza con destruir las condiciones ambientales y culturales necesarias para que la gente viva una vida autónoma saludable. Esta tendencia debe reconocerse y eventualmente invertirse.

Los límites a la medicina han de ser algo distinto de la autolimitación profesional. Demostraré que la insistencia del gremio médico sobre su propia idoneidad para curar a la misma medicina se basa en una ilusión. El poder profesional es el resultado de la delegación política de la autoridad autónoma a las ocupaciones de la salud, realizada durante nuestro siglo por otros sectores de la burguesía universitaria. Dicho poder no puede ser ahora revocado por aquellos que lo concedieron, sólo puede deslegitimizarlo el acuerdo popular sobre su malignidad. La automedicación del sistema médico no puede sino fracasar. Si el público, empavorecido por revelaciones sangrientas, se viera conminado a conceder más apoyo a un aumento de control experto sobre expertos en la producción de la asistencia a la salud, esto sólo intensificaría la asistencia enfermante. Se debe entender que lo que ha transformado la asistencia a la salud en una empresa productora de enfermedades es la propia intensidad de una dedicación ingenieril que ha reducido la sobrevivencia humana, de un buen desempeño del organismo, al resultado de una manipulación técnica.

"Salud" es, después de todo, una palabra cotidiana que se usa para designar la intensidad con que los individuos hacen frente a sus estados internos y sus condiciones ambientales. En el Homo sapiens, "saludable" es un adjetivo que califica acciones éticas y políticas. Al menos en parte, la salud de una población depende de la forma en que las acciones políticas condicionan el medio y crean aquellas circunstancias que favorecen la confianza en sí, la autonomía y la dignidad para todos, especialmente los débiles. En consecuencia, los niveles de salud serán óptimos cuando el ambiente favorezca una capacidad de enfrentamiento, autónoma, personal y responsable. Los niveles de salud sólo pueden declinar cuando la sobrevivencia llega a depender más allá de cierto punto de la regulación heterónoma (dirigida por otros) de la homeostasis del organismo. Más allá de un nivel crítico de intensidad, la asistencia institucionalizada a la salud -no importa que adopte la forma de cura, prevención, o ingeniería ambiental- equivale a la negación sistemática de la salud.

La amenaza que la medicina actual representa para la salud de las poblaciones es análoga a la amenaza que el volumen y la intensidad del tráfico representan para la movilidad, la amenaza que la educación y los medios masivos de comunicación representan para el aprendizaje, y la amenaza que la urbanización representa para la habilidad de construir una morada. En cada caso una gran empresa institucional ha resultado contraproducente. La aceleración del tráfico, consumidora de tiempo; las comunicaciones ruidosas y confusas; la educación que entrena cada vez más gente para niveles de competencia técnica y formas especializadas de incompetencia general cada vez más altos: todos éstos son fenómenos paralelos a la producción de la enfermedad yatrogéncia por parte de a medicina. En cada caso un gran sector institucional ha apartado a la sociedad del propósito específico para el cual dicho sector fue creado y técnicamente instrumentado.

La yatrogénesis no puede entenderse a menos que se vea como la manifestación específicamente médica de la contraproductividad específica. La contraproductividad específica o paradójica es un indicador social negativo de una diseconomía que permanece encerrada en el sistema que la produce. Es una medida de la confusión entregada por los medios noticiosos, la incompetencia fomentada por los educadores, o la pérdida de tiempo representada por un coche más potente. La contraproductividad específica es un efecto secundario no deseado del crecimiento de la producción institucional inherente al sistema mismo que originó el valor específico. Es una medida social de la frustración objetiva. Este estudio de la medicina patógena se emprendió con el fin de ilustrar en el campo de la asistencia a la salud los diversos aspectos de la contraproductividad que pueden observarse en todos los sectores principales de la sociedad industrial en su estadio presente. Un análisis similar podría emprenderse en otros campos de la producción industrial, pero la urgencia es particularmente grande en el campo de la medicina, una profesión de servicio tradicionalmente reverenciada y autogratificante.

La yatrogénesis estructural afecta ya todas las relaciones sociales. Es el resultado de la colonización internalizada de la libertad a través de la afluencia. En los países ricos la colonización médica ha alcanzado proporciones morbosas; los países pobres siguen rápidamente los mismos pasos. (La sirena de una sola ambulancia puede destruir actitudes samaritanas en todo un pueblo.) Este proceso, que llamaré la "medicalización de la vida", merece una atención política articulada. La medicina podría ser un blanco principal para la acción política que se propone una inversión de la sociedad industrial. Sólo la gente que ha recobrado la capacidad de proporcionarse asistencia mutua y ha aprendido a combinarla con la destreza en el uso de la tecnología contemporánea, podrá también limitar el modo industrial de producción en otras áreas de importancia.

Al rebasar sus límites críticos, un sistema de asistencia a la salud basado en médicos y otros profesionales resulta patógeno por tres motivos: inevitablemente produce daños clínicos que superan sus posibles beneficios; no puede sino resaltar, en el acto mismo de oscurecerlas, las condiciones políticas que hacen insalubre la sociedad; y tiende a mistificar y a expropiar el poder del individuo para sanarse a sí mismo y modelar su ambiente. Los sistemas médico y paramédico sobre la metodología y la tecnología de la higiene son un notorio ejemplo del mal uso político que se hace de los avances médicos para fortalecer el crecimiento industrial más bien que el personal. Tal medicina es sólo un ardid para convencer a quienes se sienten hartos y cansados de la sociedad, de que son ellos los enfermos e impotentes que necesitan de una reparación técnica. Examinaré estos tres planos de acción médica patógena en las tres primeras partes de este libro.

En el primer capítulo se hará el balance del progreso en tecnología médica. Muchas personas desconfían ya de los médicos, de los hospitales y de la industria farmacéutica, y sólo necesitan datos que fundamenten sus temores. Ya los médicos juzgan necesario robustecer su credibilidad pidiendo que se prohiban formalmente muchos tratamientos comunes hoy en día. Las restricciones al ejercicio médico que los profesionales han llegado a considerar obligatorias son a menudo tan radicales que resultan inaceptables para la mayoría de los políticos. La ineficacia de la medicina costosa y de alto riesgo es un hecho ya ampliamente discutido que tomo como punto de partida, no como un asunto clave en el que quiera detenerme.

En la segunda parte describo aquellos aspectos de la organización social de la medicina que niegan directamente la salud, y en la tercera el impacto incapacitador de la ideología médica sobre la energía personal: en tres capítulos distintos describo la forma en que el dolor, la invalidez y la muerte dejan de ser un reto personal para convertirse en un problema técnico.

En la cuarta parte interpreto la medicina negadora de la salud como típica de la contraproductividad de la civilización sobreindustrializada y analizo cinco tipos de respuesta política que constituyen remedios tácticamente útiles y, todos, estratégicamente fútiles. Discierno entre dos modos por los cuales la persona se relaciona con su ambiente y se adapta a éste: el modo de enfrentamiento autónomo (es decir autogobernando) y el modo de mantenimiento y manejo heterónomo (es decir administrado). Concluyo demostrando que sólo un programa político encaminado a limitar el manejo profesional de la salud hará capaces a los hombres de recuperar sus poderes para prestar atención a la salud, y que tal programa es parte integral de una crítica y una restricción de amplio alcance del modo industrial de producción.

PARTE II: YATROGÉNESIS SOCIAL

PARTE II: YATROGÉNESIS SOCIAL

2.MEDICALIZACIÓN DE LA VIDA
Transmisión política de la enfermedad yatrogénica
La medicalización del presupuesto
Invasión farmacéutica
Imperialismo del diagnóstico
El estigma preventivo
Ceremonias terminales
Magia negra
Las mayorías de pacientes

55
TRANSMISIÓN POLÍTICA DE LA ENFERMEDAD YATROGÉNICA
Hasta épocas recientes la medicina intentaba reforzar lo que ocurre en la naturaleza. Fomentaba la tendencia de las heridas a sanar, de la sangre a cuajar y de las bacterias a ceder ante la inmunidad natural.1 Ahora la medicina trata de instrumentar los sueños de la razón.2 Los anticonceptivos orales, por ejemplo, se prescriben "para prevenir una ocurrencia normal en personas sanas".3 Las terapias inducen al organismo a interactuar con moléculas o con máquinas en formas que no tienen precedente en la evolución. Los trasplantes implican la obliteración inmediata de defensas inmunológicas programadas genéticamente.4 Así, no puede asumirse la existencia de una relación entre el interés del paciente y el éxito de cada especialista que manipula alguna de sus "condiciones"; ahora se requieren pruebas y debe determinarse desde fuera de la profesión cuál es la contribución neta de la medicina a la carga de enfermedad de la sociedad.5Pero todo cargo contra la medicina por el daño clínico que causa, sólo constituye el primer paso en el enjuiciamiento de la medicina patógena.6 La huella dejada en el sembrado es sólo un recuerdo de los grandes daños causados por el barón a la aldea por la que pasó con su partida de caza.

57
Yatrogenénesis social
La medicina socava la salud no sólo por agresión directa contra los individuos sino también por el impacto de su organización social sobre el ambiente total. Cuando el daño médico a la salud individual se produce por un modo sociopolítico de transmisión, hablaré de "yatrogénesis social", término que designa todas las lesiones a la salud que se deben precisamente a esas transformaciones socioeconómicas que han sido hechas atrayentes, posibles o necesarias por la forma institucional que ha adquirido la asistencia a la salud. La yatrogénesis social designa una categoría etiológica que abarca muchas formas. Se da cuando la burocracia médica crea una salud enferma aumentando las tensiones, multiplicando la dependencia inhabilitante, generando nuevas y dolorosas necesidades, disminuyendo los niveles de tolerancia al malestar o al dolor, reduciendo el trato que la gente acostumbra a conceder al que sufre, y aboliendo aun el derecho al cuidado de sí mismo.La yatrogénesis social está presente cuando el cuidado de la salud se convierta en un item estandarizado, en un artículo de consumo; cuando todo sufrimiento se "hospitaliza" y los hogares se vuelven inhóspitos para el nacimiento, la enfermedad y la muerte; cuando el lenguaje en el que la gente podía dar expresión a sus cuerpos se convierte en galimatías burocráticas; o cuando sufrir, dolerse y sanar fuera del papel de paciente se etiquetan como una forma de desviación.

58
Monopolio médico
Como su contraparte clínica, la yatrogénesis social puede escalar desde rasgo advenedizo hasta ser una característica inherente al sistema médico. Cuando la intensidad 7 de la intervención biomédica traspasa un umbral crítico, la yatrogénesis clínica se convierte de error, accidente o culpa en una perversión incurable de la práctica médica. Del mismo modo, cuando la utonomía profesional degenera en monopolio radical 8 y la gente se vuelve impotente para enfrentarse con su ambiente, la yatrogénesis social pasa a ser el producto principal de la organización médica.
Un monopolio radical cala más hondo que el de cualquier corporación o cualquier gobierno. Puede tomar muchas formas. Cuando las ciudades se construyen alrededor de los vehículos, devalúan los pies humanos; cuando las escuelas acaparan el aprendizaje, devalúan al autodidacta, cuando los hospitales reclutan a todos aquellos en condición crítica, imponen a la sociedad un nueva forma de morir Los monopolios ordinarios arrinconan al mercado;9 los monopolios radicales inhabilitan a la gente para hacer y crear cosas por sí misma.10 El monopolio comercial restringe el flujo de mercancías; el monopolio social, más insidioso, paraliza la producción de valores de uso no comerciables.11 Los monopolios radicales violan aún más la libertad y la independencia. Imponen en toda la sociedad la sustitución de valores de uso por mercancías, remodelando el ambiente y "apropiándose" aquellas características generales que permitieron a la gente enfrentarlo por sí misma. La educación intensiva transforma a los autodidactas en gente no empleable, la agricultura intensiva destruye al labrador de subsistencia, y el despliegue de la policía mina el autocontrol de la comunidad. La maligna propagación de la medicina tiene resultados comparables: convierte el cuidado mutuo y la automedicación en delitos o fechorías. Igual que la yatrogénesis clínica se hace médicamente incurable cuando alcanza una intensidad crítica y a partir de entonces sólo puede revertirse por un descenso de la empresa, así la yatrogénesis social sólo puede revertirse por medio de una acción política que cercene la dominación profesional.

Un monopolio radical se alimenta de sí mismo. La medicina yatrogénica refuerza una sociedad morbosa donde el control social de la población por parte del sistema médico se erige como actividad económica primordial. Sirve para legitimar componendas sociales en las que mucha gente no encaja. Cataloga a los impedidos como ineptos y genera una tras otra nuevas categorías de pacientes. La gente airada, enferma y menoscabada por su labor y su ocio industriales sólo puede escapar viviendo bajo supervisión médica, y con ello se le seduce o se le descalifica de la lucha política por un mundo más sano.12

La yatrogénesis social todavía no se acepta como una etiología común de la enfermedad. Si se reconociera que a menudo el diagnóstico sirve como un medio de convertir las quejas políticas contra las tensiones por el desarrollo en demandas de nuevas terapias que sólo son más de los mismos productos costosos y enervantes, el sistema industrial perdería una de sus principales defensas.13 Al mismo tiempo la conciencia del grado en que la salud enferma yatrogénica se comunica políticamente sacudiría los cimientos del poder médico mucho más profundamente que cualquier catálogo de las fallas técnicas de la medicina.14

61
¿Curación amoral?
El asunto de la yatrogénesis social se confunde a menudo con la autoridad diagnóstica del que cura. Para nublar el tema y proteger su reputación, algunos médicos insisten en lo obvio: es decir, en que la medicina no puede practicarse sin la creación yatrogénica de enfermedad. La medicina siempre crea enfermedad como un estado social 15 Cualquier curandero reconocido transmite a los individuos las posibilidades sociales de actuar como enfermos.16 Cada cultura tiene su propia percepción característica de la enfermedad,17 y con ella su máscara higiénica peculiar.18 La enfermedad toma sus rasgos del médico que asigna a los actores alguno de los papeles disponibles.19 Hacer de las personas enfermos legítimos está tan implícito en el poder del médico como el potencial venenoso del remedio que surte efecto.20 El curandero maneja venenos y encantamientos. La única palabra con que los griegos designaban "medicamento" pharmakon- no distinguía entre el poder de sanar y el poder de matar.21

La medicina es una empresa moral y por ello da inevitablemente contenido al bien y al mal. En cada sociedad, la medicina, como la ley y la religión, define lo que es normal, propio o deseable. La medicina tiene autoridad para catalogar como enfermedad genuina la dolencia de alguien, para declarar enfermo a otro aunque éste no se queje, y para rehusar a un tercero el reconocimiento social de su dolor, su incapacidad e incluso su muerte. 22 La medicina es la que determina como "meramente subjetivo" algún dolor,23 como fingimiento a alguna lisiadura24 y como suicidio a algunas muertes.25 El juez determina qué es legal y quién culpable.26 El sacerdote declara qué es sagrado y quién rompió un tabú El médico decide qué es un síntoma y quien se encuentra enfermo . Es un empresario moral 27 investido con poderes inquisitoriales para descubrir ciertos entuertos a enderezar.28 La medicina, como todas las cruzadas, crea un grupo de excluidos cada vez que logra hacer pasar un nuevo diagnóstico.29 La moral se halla tan implícita en la enfermedad como en el crimen o en el pecado.

En las sociedades primitivas, resulta obvio que el reconocimiento del poder moral está implícito en el ejercicio de la aptitud médica. Nadie llamaría al curandero, a menos que le concediese la habilidad de discernir entre espíritus malos y buenos. En una civilización mayor este poder se expande. Aquí la medicina es ejercida por especialistas de tiempo completo que controlan grandes poblaciones por medio de instituciones burocráticas.30 Estos especialistas forman profesiones que ejercen un tipo único de control sobre su propio trabajo.31 A diferencia de los sindicatos, estas profesiones deben su autonomía a un otorgamiento de confianza más que a la victoria en la lucha. A diferencia de los gremios, que sólo determinan quién trabajará y cómo, ellas determinan asimismo qué trabajo se hará. En los Estados Unidos la profesión médica debe esta autoridad suprema a una reforma de las escuelas de medicina poco antes de la Primera Guerra Mundial. La profesión médica es una manifestación, en un sector particular, del control sobre la estructura del poder de clase que han adquirido las élites universitarias. Sólo los médicos "saben" qué constituye una enfermedad, quién está enfermo y qué habrá de hacerse con los enfermos y con aquellos a quienes consideran en riego especial. Paradójicamente, la medicina occidental, que ha insistido en separar su poder de la ley y la religión, ahora lo ha expandido más allá de todo precedente. En algunas sociedades industriales la etiquetación social se ha medicalizado hasta el punto en que toda desviación ha de tener una etiqueta médica. El eclipse del componente moral explícito en el diagnóstico médico ha dotado así de poder totalitario a la autoridad asclepiádea.32
El divorcio entre medicina y moralidad se ha defendido sobre la base de que las categorías médicas, a diferencia de las legales o religiosas, descansan en fundamentos científicos exentos de evaluación moral.33 La ética médica ha sido segregada en un departamento especializado que alinea la teoría con la práctica de actualidad.34

Los juzgados y la ley, cuando no se usan para imponer el monopolio asclepiádeo, son convertidos en porteros de hospital que seleccionan entre los clientes a aquellos que puedan acomodarse al criterio de los doctores.35 Los hospitales se convierten en monunentos de cientificismo narcisista; manifestaciones concretas de aquellos prejuicios profesionales que estaban de moda el día en que se puso la primera piedra y que a menudo ya eran anticuados cuando el edificio entró en funciones. La empresa técnica del médico reclama un poder libre de valoración o amoral.

Resulta obvio que en esta clase de contexto es fácil esquivar el asunto de la yatrogénesis social que ahora me ocupa. Así mediatizado políticamente, el daño médico se mira como algo inherente al mandato de la medicina, y sus críticos se consideran sofistas que tratan de justificar la intrusión legal en el alguacilazgo médico. Precisamente por esta razón, es urgente una revisión legal de la yatrogénesis social. La determinación del cuidado y la asistencia libres de valoración es obviamente una tontería maligna y los tabúes que han protegido a la medicina irresponsable empiezan a debilitarse.

PARTE III. YATROGÉNESIS CULTURAL

171
PARTE III. YATROGÉNESIS CULTURAL

INTRODUCCIÓN
Hemos visto hasta ahora dos formas en las que el predominio de la asistencia medicalizada a la salud se convierte en un obstáculo para la vida saludable: primero, la yatrogénesis clínica, que se produce cuando la capacidad orgánica para reacciones es sustituida por la administración heterónoma; y segundo, la yatrogénesis social, cuando el medio ambiente se ve privado de las condiciones que dan a individuos, familias y vecindarios el control sobre sus propios estados internos y sobre su ambiente. La yatrogénesis cultural representa una tercera dimensión de la negación médica de la salud. Se produce cuando la empresa médica mina en la gente la voluntad de sufrir la realidad.1 Es un síntoma de tal yatrogénesis el hecho de que el término "sufrimiento" se haya vuelto casi inútil para designar una repuesta humana realista porque evoca superstición, sadomasoquismo o la condescendencia del rico hacia la suerte del pobre. La medicina profesionalmente organizada ha llegado a funcionar como una empresa moral dominante que publicita la expansión industrial como una guerra contra todo sufrimiento. Por ello ha socavado la capacidad de los individuos para enfrentar su realidad, para expresar sus propios valores y para aceptar cosas inevitables y a menudo irremediables como el dolor y la invalidez, el envejecimiento y la muerte.

Gozar de buena salud no significa sólo enfrentar con éxito la realidad sino también disfrutar el éxito; significa ser capaz de sentirse vivo en el gozo y el dolor; significa amar la sobrevivencia pero también arriesgarla. La salud y el sufrimiento, como sensaciones experimentales, son fenómenos que distinguen a los hombres de las bestias.2 Sólo en las fábulas se dice que los leones sufren y sólo los falderos ameritan compasión cuando están mal de salud.3

La salud humana añade amplitud al desempeño instintivo.4 Es algo más que un patrón concreto de conducta en costumbres, usos, tradiciones o grupos de hábitos. Implica un desempeño de acuerdo a un conjunto de mecanismos de control: planes, recetas, reglas e instrucciones, todos los cuales gobiernan la conducta personal.5 Es gran medida la cultura y la salud coinciden. Cada cultura da forma a una Gestalt única de salud y a una configuración única de actitudes hacia el dolor, la enfermedad, la invalidez y la muerte, cada una de las cuales designa una clase de ese desempeño humano que tradicionalmente se ha llamado el arte de sufrir.6 La salud de cada persona es un desempeño responsable en un guión social.7 La manera en que se relaciona con la dulzura y la amargura de la realidad, y su forma de actuar hacia otros que ve sufriendo, debilitados o angustiados, determinan el sentimiento que cada hombre tiene de su propio cuerpo, y con él, de su salud. El sentido del cuerpo se experimenta como un don cultural siempre renovado.8 En Java la gente dice rotundamente: "Ser humano es ser javanés." De los niños pequeños, los palurdos, los simples, los locos y los inmorales descarados se dice que son ndurung djawa (todavía no javaneses). Un adulto "normal" capaz de actuar en función del sistema de etiqueta sumamente elaborado, poseedor de las delicadas percepciones estéticas asociadas con la música, la danza, el teatro y el diseño textil, y sensible a las sutiles sugerencias de lo divino que reside en la quietud de cada conciencia íntima de cada individuo, es ampun djawa (ya javanés). Ser humano no es solamente respirar, también es controlar la respiración por medio de técnicas semejantes al yoga, de manera que se oiga en la inhalación y la exhalación la voz literal de Dios pronunciando su propio nombre, hu Allah.9 La salud culturada está limitada por el estilo de cada sociedad en el arte, de vivir, celebrar, sufrir y morir.10

Todas las culturas tradicionales derivan su función higiénica de esta habilidad para equipar al individuo con los medios para hacerle el dolor tolerable, la enfermedad o la invalidez comprensible y la sombra de la muerte significativa. En tales culturas la asistencia a la salud es siempre un programa para comer,11 beber,12 trabajar,13 respirar,14, amar,15 hacer política,16 hacer ejercicio,17 cantar,18 soñar,19 guerrear y sufrir. La mayor parte de la curación consiste en una forma tradicional de consolar, asistir y reconfortar a la gente mientras cura, y casi todo el cuidado de enfermos es una forma de tolerancia que se extiende a los afligidos. Únicamente sobreviven aquellas culturas que aportan un código viable, adaptado a la configuración genética de un grupo, a su historia, a su ambiente, y a los retos peculiares representados por grupos de vecinos en competición.

La ideología promovida por la cosmopolita empresa médica contemporánea va en contra de estas funciones.20 Socava radicalmente la continuidad de viejos programas culturales e impide el surgimiento de otros nuevos que darían un patrón para la autoasistencia y el sufrimiento. En cualquier parte del mundo donde una cultura se medicaliza, el marco tradicional de los hábitos que pueden hacerse conscientes en la práctica personal de la virtud de la salud (hygieia) se ve progresivamente estorbado por un sistema mecánico, un código médico por medio del cual los individuos se someten a las instrucciones emanadas de custodios higiénicos.21 La medicalización constituye un prolífico programa burocrático basado en la negación del derecho de cada hombre a enfrentar el dolor, la enfermedad y la muerte.22 La empresa médica moderna representa un intento de hacer por la gente lo que anteriormente su herencia genética y cultural le permitía hacer por sí misma. La civilización médica está planeada y organizada para matar el dolor, eliminar la enfermedad y abolir la necesidad de un arte de sufrir y morir. Este allanamiento progresivo del desempeño personal y virtuoso constituye a una nueva meta que nunca antes había sido guía de la vida social. Sufrir, sanar y morir, actividades esencialmente intransitivas que la cultura enseñaba a cada hombre, son ahora reclamadas por la tecnocracia como nuevas zonas de creación de reglamentaciones y tratados como malfunciones de las que habría que librar institucionalmente a las poblaciones. Las metas de la civilización médica metropolitana se oponen así a cada uno de los programas culturales de salud que encuentran en el proceso de colonización progresiva.23

3. MATAR EL DOLOR

179
3. MATAR EL DOLOR
Cuando la civilización médica cosmopolita coloniza cualquier cultura tradicional, transforma la experiencia del dolor.1 El mismo estímulo nervioso que llamaré "sensación de dolor" dará por resultado una experiencia distinta, no sólo según la personalidad sino según la cultura. Esta experiencia, totalmente distinta de la sensación dolorosa, implica un desempeño humano único llamado sufrimiento.2 La civilización médica, sin embargo, tiende a convertir el dolor en un problema técnico y priva así al sufrimiento de su significado personal intrínseco.3 La gente desaprende a aceptar el sufrimiento como parte inevitable de su enfrentamiento consciente con la realidad y aprende a interpretar dada dolor como un indicador de su necesidad de comodidades o de mimos. Las culturas tradicionales afrontan el dolor, la invalidez y la muerte interpretándolos como retos que solicitan una respuesta por parte del individuo sujeto a tensión; la civilización médica los transforma en demandas hechas por los individuos a la economía y en problemas que pueden eliminarse por medio de la administración o de la producción.4 Las culturas son sistemas de significados, la civilización cosmopolita un sistema de técnicas. La cultura hace tolerable el dolor integrándolo dentro de un sistema significativo; la civilización cosmopolita apreta el dolor de todo contexto subjetivo o intersubjetivo con el fin de aniquilarlo. La cultura hace tolerable el dolor interpretando su necesita; sólo el dolor que se percibe como curable es intolerable.

Una miríada de virtudes expresa los distintos aspectos de la fortaleza que tradicionalmente permitía a la tente reconocer las sensaciones dolorosas como un desafío y modelar conforme a éste su propia experiencia. La paciencia, la clemencia, el valor, la resignación, el autodominio, la perseverancia y la mansedumbre expresan cada uno una totalidad diferente de las reacciones con que se aceptaban las sensaciones de dolor transformadas en la experiencia del sufrimiento, y se soportaban.5 El deber, el amor, la fascinación, las prácticas rutinarias, la oración y la compasión eran algunos de los medios que permitían sobrellevar el dolor con dignidad. Las culturas tradicionales asignaban a cada uno la responsabilidad de su propio desempeño bajo la influencia del mal o la aflicción corporal.6 El dolor se reconocía como parte inevitable de la realidad subjetiva del propio cuerpo, en la que uno se encuentra constantemente a sí mismo y que constantemente toma forma a través de las reacciones conscientes del cuerpo hacia el dolor.7 La gente sabía que tenía que sanar por sí misma,8 enfrentarse ella misma con su jaqueca, su cojera o su pena.

El dolor infligido a los individuos tenía el efecto de limitar los abusos del hombre contra el hombre. Las minorías explotadoras vendían licor o predicaban religión para adormecer a sus víctimas, y los esclavos se daban a la música melancólica o a mascar coca. Pero más allá de un punto crítico de explotación, las economías tradicionales construidas sobre los recursos del cuerpo humano tenían que quebrantarse. Cualquier sociedad en que la intensidad de las incomodidades y dolores los hiciera culturalmente "insufribles" no podía sino llegar a su fin.

En la actualidad una porción creciente de todo dolor es producida por el hombre, efecto colateral de estrategias para la expansión industrial. El dolor ha dejado de concebirse como un mal "natural" o "metafísico". Es una maldición social, y para impedir que las "masas" maldigan a la sociedad cuando están agobiadas por el dolor, el sistema industrial les despacha matadolores médicos. Así, el dolor se convierte en una demanda de más drogas, hospitales, servicios médicos y otros productos de la asistencia impersonal, corporativa, y en el apoyo lítico para un ulterior crecimiento corporativo, cualquiera que sea su costo humano, social o económico. El dolor se ha vuelto un asunto político que hace surgir entre los consumidores de anestesia una demanda creciente de insensibilidad, desconocimiento e incluso inconsciencia artificialmente inducidos.

Las culturas tradicionales y la civilización tecnológica parten de postulados contrarios. En toda cultura tradicional la psicoterapia, los sistemas de creencia y las drogas que se necesitan para contrarrestar la mayor parte del dolor están implícitos en la conducta cotidiana y reflejan la convicción de que la realidad es dura y la muerte inevitable.9 En la distopía del siglo XX, la necesidad de soportar la realidad dolorosa, interior o exterior, se interpreta como una falla del sistema socioeconómico, y el dolor se trata como una contingencia emergente que requiere de intervenciones extraordinarias.

La experiencia dolorosa que resulta de los mensajes de dolor recibidos por el cerebro depende, en su calidad y en su cantidad, de la dotación genética10 y por lo menos de cuatro factores funciones además de la naturaleza y de la intensidad del estímulo, a saber: la cultura, la ansiedad, la atención y la interpretación. Todos ellos son modelados por determinantes sociales, por la ideología, la estructura económica y el carácter social. La cultura decide si la madre o el padre, o ambos, deben gemir cuando nace el niño.11 Las circunstancias y los hábitos determinan el nivel de ansiedad del que sufre y la atención que presta a sus sensaciones corporales.12 El adiestramiento y la convicción determinan el significado dado a las sensaciones corporales e influyen sobre el grado en el que se experimenta el dolor.13 A menudo, el alivio mágico eficaz proviene de la superstición popular más que de la religión de clase alta.14 La perspectiva que se abre ante el suceso doloroso determina cómo se le sufrirá: frecuentemente las lesiones recibidas en un momento próximo al clímax sexual o al de la actuación heroica ni siquiera se sienten. Los soldados heridos en la cabeza de playa de Anzio, quienes esperaban que sus heridas los hicieran salir del ejército y volver a casa como héroes, rechazaban inyecciones de morfina que considerarían absolutamente necesarias si mutilaciones análogas hubieran sido infligidas por el dentista o en la sala de operaciones.15 Al medicalizarse la cultura, las determinantes sociales del dolor se distorsionan. Mientras la cultura reconoce el dolor como un "disvalor" intrínseco, íntimo e incomunicable, la civilización médica considera primordialmente al dolor como una reacción sistémica que puede ser verificada, medida y regulada. Sólo el dolor percibido por una tercera persona desde cierta distancia constituye un diagnóstico que requiere un tratamiento específico. Esta objetivización y cuantificación del dolor llega tan lejos que los tratados médicos hablan de enfermedades, operaciones o condiciones dolorosas aun en casos en que los pacientes afirman no tener conciencia alguna del dolor. El dolor requiere métodos de control por el médico más que una actitud que podría ayudar a la persona que lo sufre a tomar bajo su responsabilidad su experiencia.16 La profesión médica juzga cuáles dolores son auténticos, cuáles tienen una base física y cuáles una base psíquica, cuáles son imaginarios y cuáles son simulados.17 La sociedad reconoce y aprueba este juicio profesional. La compasión pasa a ser una virtud anticuada. La persona que sufre un dolor cuenta cada vez con menos contexto social que pueda darle significación a la experiencia que a menudo lo abruma.

Aún no se ha escrito la historia de la percepción médica del dolor. Unas cuantas monografías doctas tratan de los momentos, durante los últimos 250 años, en que ha cambiado la actitud de los médicos hacia el dolor,18 y pueden encontrarse algunas referencias históricas en trabajos referentes a las actitudes contemporáneas respecto del dolor.19 La escuela existencial de medicina antropológica ha reunido valiosas observaciones sobre la evolución del dolor moderno al seguir los cambios de la percepción corporal en una era tecnológica.20 La relación entre la institución médica y la ansiedad sufrida por sus pacientes ha sido explorada por psiquiatras21 y ocasionalmente por médicos generales. Pero la relación de la medicina corporativa con el dolor corporal en su sentido escrito es todavía un territorio virgen para la investigación.

El historiador del dolor tiene que enfrentar tres problemas especiales. El primero es la profunda transformación acaecida en la relación del dolor con los otros males que puede padecer el hombre.

El dolor ha cambiado su posición en relación con la aflicción, la culpa, el pecado, la angustia, el miedo, el hambre, la invalidez y la molestia. Lo que llamamos dolor en una pabellón de cirugía es algo para lo cual las generaciones anteriores no tenían un nombre específico. Parece como si el dolor fuera ahora sólo esa parte del sufrimiento humano sobre la cual la profesión médica pueda pretender competencia o control. No hay precedente histórico de la situación contemporánea en que la experiencia del dolor físico personal es modelada por el programa terapéutico diseñado para destruirla.

El segundo problema es el lenguaje. La materia técnica que la medicina contemporánea designa con el término "dolor" no tiene incluso hoy día, un equivalente sencillo en el habla ordinaria. En la mayoría de los lenguajes el término apropiado por los médicos cubre la aflicción, la pena, la angustia, la vergüenza y la culpa. El inglés "pain" y el alemán "Schmerz" son todavía relativamente fáciles de usar en tal manera que transmitan un significado principal, aunque no exclusivamente físico. La mayoría de los sinónimos indo-germánicos abarcan una amplia gama de sentidos:22 el dolor corporal puede designarse como "trabajo duro", "faena" o "prueba", como "tortura", "resistencia", "castigo", o más generalmente "aflicción", como "malestar", "fatiga", "hambre", "luto", "lesión", "pena", "tristeza", "molestia", "confusión", u "opresión". Esta letanía dista mucho de estar completa; muestra que el lenguaje puede distinguir muchas clases de "males", todos los cuales tienen un reflejo corporal. En algunos idiomas el dolor corporal es abiertamente "el mal". Si un médico francés pregunta a un francés típico dónde le duele, le señala el punto diciendo: "J'ai mal lá." En cambio, un francés puede decir: "Je souffre dans toute ma chair", y al mismo tiempo responder al médico: "Je n'ai mal nulle part". Si el concepto de dolor corporal ha pasado por una evolución en el uso médico, no puede entenderse simplemente en la significación cambiante de cualquier término aislado.

Un tercer obstáculo a cualquier historia del dolor es su excepcional situación axiológica y epistemológica.23 Nadie entenderá nunca "mi dolor" en la forma en que yo lo pienso, a menos que sufra el mismo dolor de cabeza, lo cual es imposible, porque se trata de otra persona. En este sentido "dolor" significa una ruptura de la nítida distinción entre organismo y ambiente, entre estímulo y reacción.24 Esto no significa una cierta clase de experiencia que permita a usted y a mí comparar nuestros dolores de cabeza; mucho menos significa una cierta entidad fisiológica o médica, un caso clínico con ciertos signos patológicos. No es el "dolor en el esternocleido-mastoideo" el que percibe el científico médico como disvalor sistemático.

La clase excepcional de disvalor que es el dolor promueve un tipo excepcional de certeza. Así como "mi dolor" pertenece en forma única sólo a mí, de igual modo, estoy absolutamente solo con él. No puedo compartirlo. No tengo duda alguna sobre la realidad de la experiencia del dolor, pero no puedo realmente contar a nadie lo que experimento. Supongo que otros tienen "sus" dolores, aunque no puedo percibir a qué se refieren cuando me hablan de ellos. Sé que es cierta la existencia de su dolor porque tengo la certeza de mi compasión para ellos. Y sin embargo, mientras más profunda es mi compasión, más profunda es mi certidumbre acerca de la absoluta soledad de la otra persona en relación con su experiencia. De hecho, reconozco los signos que hace alguien que sufre un dolor, incluso cuando esta experiencia está por encima de mi ayuda o de mi comprensión. Esta conciencia de soledad extrema es una peculiaridad de la compasión que sentimos ante el dolor corporal; también aísla esta experiencia de cualquier otra experiencia, de la compasión por los angustiados, los pesarosos, los ofendidos, los extraños o los lisiados. En forma extrema, la sensación de dolor corporal carece de la distancia entre causa y experiencia que existe en otras formas de sufrimiento.

No obstante la incapacidad de comunicar el dolor corporal, su percepción en otra persona es tan fundamentalmente humana que no puede ponerse entre paréntesis. El paciente no puede concebir que su dolor pase desapercibido para el médico, igual que el hombre atado al potro tampoco lo puede concebir de su torturador. La certidumbre de que compartimos la experiencia del dolor es de una clase muy especial, mayor que la certidumbre de que compartimos la humanidad. Ha habido gente que trataba a sus esclavos como enseres, pero reconocían que estos enseres eran capaces de sufrir dolor. Los esclavos son más que perros, que pueden ser lastimados pero no pueden sufrir.

Wittgenstein ha demostrado que nuestra certidumbre especial, radical, acerca de la existencia de dolor en los otros puede coexistir con una dificultad inextricable para explicar cómo es posible compartir lo que es único.25

Mi tesis es que el dolor corporal, experimentado como un disvalor intrínseco, íntimo e incomunicable, incluye en nuestro conocimiento la situación social en la que se encuentran aquellos que sufren. El carácter de la sociedad modela en cierta medida la personalidad de los que sufren y determina así la forma en que experimentan sus propias dolencias y males físicos como dolor concreto. En este sentido, debiera ser posible investigar la transformación progresiva de la experiencia del dolor que ha desempeñado la medicalización de la sociedad. El acto de sufrir el dolor siempre tiene una dimensión histórica.

Cuando sufro dolor, me doy cuenta de que se formula una pregunta. La historia del dolor puede estudiarse mejor concentrándose en esta pregunta. Tanto si el dolor es mi propia experiencia como si veo los gestos con que otro me informa de su dolor, en esta percepción está inscrito un signo de interrogación que forma parte tan íntegramente del dolor físico como la soledad. El dolor es el signo de algo no contestado; se refiere a algo abierto, a algo que en el momento siguiente hace preguntar: ¿Qué pasa? ¿Cuánto más va a durar? ¿Por qué debo/ tendría que/ he de/ puedo sufrir yo? ¿Por qué existe esta clase de mal y por qué me toca a mí? Los observadores ciegos a este aspecto referencial del dolor se quedan sin nada más que reflejos condicionados. Estudian a un conejillo de Indias, no a un ser humano. Si el médico fuera capaz de borrar esta pregunta cargada de valores que trasluce en las quejas de un paciente, podría reconocer el dolor como el síntoma de un trastorno corporal específico, pero no se acercaría al sufrimiento que impulsó al enfermo a buscar ayuda. El desarrollo de una tal capacidad para objetivizar el dolor es uno de los resultados de enseñanza médica sobreintensiva. A menudo su entrenamiento suele capacitar al médico para concentrarse en aquellos aspectos del dolor corporal que son accesibles al manejo de un extraño: el estímulo, o incluso el nivel de ansiedad del paciente. La preocupación se limita al tratamiento de la entidad orgánica, que es el único asunto susceptible de verificación operacional.

El desempeño personal de sufrir escapa a tal control experimental y por ello se le relega en la mayoría de los experimentos que se hacen sobre el dolor.

Por regla general, se utilizan animales para poner a prueba los efectos "matadolores" de intervenciones farmacológicas o quirúrgicas. Una vez tabulados los resultados de las pruebas con animales, su validez se verifica en la gente. Los matadolores suelen dar resultados más o menos comparables en los conejillos de Indias y en los humanos, siempre y cuando dichos humanos se utilicen como sujetos de experimentación y bajo condiciones experimentales similares a aquellas en que se probó a los animales. Tan pronto como las mismas intervenciones se aplican a personas que están realmente enfermas o han sido heridas, los efectos de estos procedimientos discrepan totalmente de los encontrados en las situaciones experimentales. En el laboratorio las personas se sienten exactamente como los ratones. Cuando es su propia vida la que se hace dolorosa, no pueden por lo general dejar de sufrir, bien o mal, incluso cuando desean reaccionar como ratones.26

Viviendo en una sociedad que valora la anestesia, tanto los médicos como sus clientes en potencia son readiestrados para suprimir la intrínseca interrogación del dolor. La pregunta formulada por el dolor íntimamente experimentado se transforma en una vaga ansiedad que puede someterse a tratamiento. Los pacientes lobotomizados proporcionan el ejemplo extremo de esta expropiación del dolor: "se ajustan al nivel de inválidos domésticos o de los falderos hogareños".27 La persona lobotomizada percibe todavía el dolor pero ha perdido la capacidad de sufrirlo, la experiencia del dolor queda reducida a un malestar con nombre clínico.

Para que una experiencia dolorosa constituya sufrimiento en su sentido pleno, debe corresponder a un contexto cultural.28 Para permitir que los individuos transformen el dolor corporal en una experiencia personal, toda cultura proporciona al menos cuatro subprogramas interrelacionados; palabras, medicamentos, mitos y modelos. La cultura da al acto de sufrir la forma de una pregunta que puede expresarse en palabras, gritos y gestos, que a menudo se reconocen como intentos desesperados por compartir la total y confusa soledad en la que el dolor se experimenta: los italianos gruñen y los prusianos rechinan nos dientes.

Cada cultura proporciona asimismo su propia farmacopea psicoactiva, con costumbres que señalan las circunstancias en las que pueden tomarse drogas y el ritual correspondiente. 29 Los Rayputs musulmanes prefieren el alcohol y los Brahmines la marihuana,30 aunque ambos se entremezclan en las mismas aldeas de la India occidental.31 El peyote es seguro para los navajos32 y los hongos para los huicholes,33 mientras los habitantes del altiplano peruano han aprendido a sobrevivir con la coca.34 El hombre no sólo ha evolucionado con la capacidad de sufrir su dolor, sino también con las aptitudes para manejarlo:35 el cultivo de la adormidera36 durante el periodo medio de la Edad de Piedra fue probablemente anterior a la siembra de granos. El masaje, la acupuntura y el incienso analgésico se conocían desde el despertar de la historia.37 En todas las culturas han aparecido racionalizaciones religiosas y míticas del dolor; para los musulmanes es el Kismet,38 destino mandado por la voluntad de Dios; para los hindúes, el Karma,39 una carga de alguna encarnación anterior; cristianos, el azote santificante del pecado.40 Finalmente, las culturas siempre han proporcionado un ejemplo sobre el cual modelar el comportamiento durante el dolor; el Buda, el santo, el guerrero o la víctima. El deber de sufrir en su guisa distrae la atención de una sensación por lo demás omniabsorbente y desafía al que sufre a soportar la tortura con dignidad. El ámbito cultural no sólo proporciona la gramática y la técnica, los mitos y ejemplos utilizados en su característico "arte de bien sufrir", sino también las instrucciones de cómo integrar este repertorio. En cambio, la medicalización del dolor ha fomentado la hipertrofia de uno solo de estos modos -el manejo por medio de la técnica- y reforzado la decadencia de los demás. Sobre todo, ha hecho incomprensible o escandalosa la idea de que la habilidad en el arte de sufrir pueda ser la manera más eficaz y universalmente aceptable de enfrentarse al dolor. La medicalización priva a cualquier cultura de la integración de su programa para enfrentar el dolor.

La sociedad no sólo determina cómo se encuentra el médico con el paciente, sino también lo que cada uno de ellos debe pensar, sentir y hacer con respecto al dolor. Mientras el médico se consideró en primer lugar un curandero, el dolor se consideraba como un paso hacia la restauración de la salud. Cuando el doctor no podía curar, no tenía reparo en decir a su paciente que usara analgésicos para moderar el sufrimiento inevitable. Como Oliver Wendell Holmes, el buen médico que sabía que la naturaleza proporciona mejores remedios para el dolor que la medicina, podía decir: "(con excepción del opio), que el propio Creador parece recetar, pues a menudo vemos crecer la amapola escarlata en los maizales como si se hubiese previsto que donde hay hambre que saciar deber haber también dolor que aliviar; (con excepción de) unos cuantos medicamentos específicos que no descubrió nuestro arte médico; (con excepción de) vino, que es un alimento, y los vapores que producen el milagro de la anestesia... y creo que si toda la materia médica que actualmente se utiliza se arrojara al fondo del mar, tanto mejor sería ello para la humanidad -y tanto peor para los peces".41

El ethos del curandero capacitaba al médico para el mismo fracaso digno para el cual habían preparado al hombre común, la religión, el folklore y el libre acceso a los analgésicos.42 El funcionario de la medicina contemporánea se encuentra en una posición diferente: su orientación primordial es el tratamiento, no la curación. Está predispuesto, no para reconocer los interrogantes que el dolor hace surgir en quien lo sufre, sino para degradar estos dolores hasta convertirlos en una lista de quejas que puedan reunirse en un expediente. Se enorgullece de conocer la mecánica del dolor y de este modo rehuye la invitación del paciente a la compasión.

Sin duda de la antigua Grecia proviene una fuente de actitudes europeas hacia el dolor. Los pupilos de Hipócrates43 distinguían muchas clases de disarmonía, cada una de las cuales causaba su propio tipo de dolor. Así, el dolor se convertía en instrumento útil para el diagnóstico. Revelaba al médico qué armonía tenía que recuperar el paciente. El dolor podía desaparecer en el proceso de la curación, pero ciertamente no era ése el objeto primordial del tratamiento. Mientras desde tiempos muy antiguos los chinos intentaron tratar la enfermedad suprimiendo el dolor, nada de esta índole destacó en el Occidente clásico. Los griegos ni siquiera pensaban en disfrutar la felicidad sin aceptar tranquilamente el dolor. El dolor era la experiencia que tenía el alma de la evolución. El cuerpo humano formaba parte de un universo irremediablemente deteriorado, y el alma consciente anunciada por Aristóteles correspondía en toda su extensión con su cuerpo. En ese modelo no había necesidad de distinguir entre el sentido y la experiencia del dolor. El cuerpo todavía no se divorciaba del alma, ni la enfermedad del dolor. Todas las palabras que indicaban dolor corporal podían aplicarse igualmente al sufrimiento del alma.

En vista de esta herencia, sería un grave error creer que la resignación al dolor se debe exclusivamente a influencias judías o cristianas. Trece diferentes palabras hebreas fueron traducidas por un solo término griego para "dolor", cuando 200 judíos del siglo II a. C. tradujeron el Antiguo Testamento al griego.44 Consideraran o no los judíos al dolor un instrumento de castigo divino, era siempre una maldición.45 Ni en las Escrituras ni en el Talmud puede encontrarse indicación alguna del dolor como experiencia deseable.46 Es cierto que afectaba a órganos específicos, pero estos órganos se concebían también como asientos de emociones muy específicas; la categoría del dolor médico moderno es totalmente ajena al texto hebreo. En el Nuevo Testamento, se considera que el dolor está íntimamente entrelazado con el pecado.47 Mientras que para el griego clásico el dolor tenía que acompañar al placer, para el cristiano el dolor era una consecuencia de su entrega a la alegría.48 Ninguna cultura o tradición tiene el monopolio de la resignación realista.

La historia del dolor en la cultura europea tendría que remontarse aun antes de estas raíces clásicas y semíticas para encontrar las ideologías en que se fundaba la aceptación personal del dolor. Para el neoplatónico, el dolor se interpretaba como resultado de alguna deficiencia en la jerarquía celestial. Para el maniqueo, era el resultado de indudables prácticas perjudiciales de un original demiurgo o creador maligno. Para el cristiano, era la pérdida de la integridad original producida por el pecado de Adán. Pero independientemente de cuanto se opusieron estas religiones unas a otras en dogma y moral, para todas ellas el dolor era el sabor amargo del mal cósmico, la manifestación de la debilidad de la naturaleza, de una voluntad diabólica o de una merecida maldición divina. Esa actitud hacia el dolor es una característica unificadora y distintiva de las culturas mediterráneas postclásicas hasta bien entrado el siglo XVII. Como lo manifestó un médico alquimista del siglo XVI, el dolor es "la tintura amarga añadida a la espumosa mezcla de la simiente del mundo". Toda persona nacía con la vocación de aprender a vivir en un valle de lágrimas. El neoplatónico interpretaba la amargura como una falta de perfección, el cátaro como una deformidad, el cristiano como una herida de la que se la hacía responsable. Al afrontar la plenitud de la vida, que presentaba una de sus expresiones fundamentales en el dolor, la gente era capaz de levantarse en heroico desafió o negar estoicamente la necesidad del alivio y podía recibir con gusto la oportunidad de purificación, hacer penitencia o sacrificios, y tolerar renuentemente lo inevitable mientras buscaba la manera de aliviarlo. Siempre se han empleado el opio, la acupuntura o la hipnosis en combinación con el lenguaje, el ritual y el mito, en el acto fundamentalmente humano de sufrir el dolor. Sin embargo, una sola actitud hacia el dolor era impensable, al menos en la tradición europea: la creencia de que el dolor no debía sufrirse, aliviarse e interpretarse por la persona afectada, sino -siempre idealmente- destruirse por la intervención de un sacerdote, de un político o de un médico.

Había tres razones por las cuales la idea de matar profesional y técnicamente el dolor era ajena a todas las civilizaciones europeas.49 Primera: el dolor era para el hombre la experiencia de un universo desfigurado, no una disfunción mecánica en uno de sus subsistemas. El significado del dolor era cósmico y mítico, no individual y técnico. Segunda: el dolor era un signo de corrupción en la naturaleza, y el hombre mismo una parte de esa totalidad. No podía rechazarse uno sin la otra; no podía considerarse el dolor como algo distinto del padecimiento. El médico podía atenuar los cólicos, pero eliminar el dolor habría significado suprimir el paciente. Tercera: el dolor era una experiencia del alma, y esa alma se hallaba presente en todo el cuerpo. El dolor era una experiencia no mediatizada del mal. No podía haber fuente de dolor distinta del propio dolor.50

La campaña contra el dolor como un asunto personal que debía entenderse y sufrirse, sólo se inició cuando Descartes divorció el alma del cuerpo construyendo una imagen del cuerpo en términos de geometría, mecánica o relojería, una máquina que podía ser reparada por un ingeniero.
El cuerpo se convirtió en un aparato poseído y dirigido por el alma, pero desde una distancia casi infinita. El cuerpo vivo de la experiencia, al que los franceses llaman "la chair" y los alemanes "der Leib" se reducía a un mecanismo que el alma podía inspeccionar.51

Para Descartes el dolor se convirtió en una señal con la cual el cuerpo reacciona en defensa propia para proteger su integridad mecánica. Estas reacciones al peligro eran transmitidas al alma, que las identifica como dolorosas. El dolor quedaba reducido a un útil artificio de aprendizaje: enseñaba al alma cómo evitar mayores daños al cuerpo. Leibnitz resume este nuevo concepto cuando cita y aprueba una sentencia de Regius, que a su vez era discípulo de Descartes: "El gran ingeniero del universo ha hecho al hombre tan perfecto como podía hacerlo, y no pudo haber inventado un artificio mejor para su conservación que dotarlo con un sentido del dolor."52 El comentario de Leibnitz sobre esta sentencia es instructivo. Primero dice que en principio habría sido mejor aún que Dios empleara un refuerzo positivo en lugar de un negativo provocando el placer cada vez que un hombre se aparta del fuego que podría destruirlo. No obstante, llega a la conclusión de que Dios sólo pudo triunfar mediante esta estrategia haciendo milagros, y como, también por principio, Dios evita los milagros, "el dolor es un artificio necesario y brillante para asegurar el funcionamiento del hombre". En el curso de dos generaciones después del intento de Descartes de establecer una antropología científica, el dolor había llegado a ser útil. De experiencia de la precariedad de la existencia53 se había convertido en un indicador de colapsos específicos.

A fines del siglo pasado, el dolor se había convertido en un regulador de las funciones orgánicas sujeto a las leyes de la naturaleza y sin necesidad alguna de explicación metafísica.54 Había dejado de merecer todo respecto místico y podía ser sometido al estudio empírico con el propósito de eliminarlo. Apenas había transcurrido siglo y medio desde que por primera vez se reconoció el dolor como una simple defensa fisiológica, la primera medicina etiquetada como "matadolores" fue puesta en el comercio en La Cross, Wisconsin, en 1853.55 Se había desarrollado una nueva sensibilidad que no estaba satisfecha con el mundo, no porque éste fuese triste o pecaminoso, o le faltara ilustración o estuviese amenazado por los bárbaros, sino porque estaba lleno de sufrimiento y dolor.56 El progreso de la civilización llegó a ser sinónimo de la reducción de la suma total de sufrimiento. A partir de entonces, la política iba a ser una actividad no tanto dedicada a lograr el máximo de felicidad como el mínimo de sufrimiento. El resultado es una tendencia a ver el dolor como un acontecimiento esencialmente pasivo impuesto en víctimas desamparadas porque no se utiliza en su favor el arsenal de la corporación médica.

En este contexto ahora parece racional huir del dolor y no afrontarlo, aun al costo de renuncias a una intensa vivencia. Parece razonable eliminar el dolor, aun al costo de perder la independencia. Parece esclarecido el negar legitimidad a todas las cuestiones no técnicas que plantea el dolor, aunque esto signifique convertir los enfermos en falderos.57 Con los crecientes niveles de insensibilidad provocada al dolor, se ha reducido igualmente la capacidad para experimentar las alegrías y los placeres sencillos de la vida. Se necesitan estímulos cada vez más enérgicos para proporcionar a la gente de una sociedad anestésica alguna sensación de estar viva. Las drogas, la violencia y el horror quedan como los únicos estímulos que todavía pueden despertar una experiencia del propio yo. La anestesia ampliamente difundida aumenta la demanda de excitación por medio del ruido, la velocidad, la violencia, sin importar cuán destructivos sean.

Este umbral elevado de experiencia mediatizado fisiológicamente, que es característico de una sociedad medicalizada, hace extremadamente difícil en la actualidad el reconocer en la capacidad de sufrir un síntoma posible de salud. El recordatorio de que el sufrimiento es una actividad responsable resulta casi insoportable para los consumidores, para quienes coinciden el placer y la dependencia respecto de productos industriales. Ellos justifican su estilo pasivo de vida al equiparar con el "masoquismo" toda participación personal en enfrentar el dolor inevitable. Mientras rechazan la aceptación del sufrimiento como una forma de masoquismo, los consumidores de anestesia tratan de encontrar un sentido de realidad en sensaciones cada vez más intensas. Tratan de encontrar significado a sus vidas y poder sobre los demás soportando dolores indiagnosticables y ansiedades intratables: la vida agitada de los hombres de negocios, el autocastigo de la carrera burocrática y la intensa exposición a la violencia y al sadismo en el cine y la televisión. En una sociedad tal, abogar por un estilo renovado del arte de sufrir que incorpore el uso competente de técnicas nuevas, será inevitablemente mal interpretado como un deseo enfermizo de dolor: como oscurantismo, romanticismo, dolorismo o sadismo.

El última instancia, el tratamiento del dolor podría sustituir el sufrimiento por una nueva clase de horror: la experiencia de lo artificialmente indoloro. Lifton describe los efectos de la muerte en gran escala sobre los supervivientes estudiando a personas que estuvieron cerca de la "zona cero" en Hiroshima.58 Él observó que las personas que anduvieron entre los lesionados y moribundos simplemente dejaron de sentir; se hallaban en un estado de cierre emocional, sin reacción emotiva alguna. Lifton cree que después de un tiempo ese cierre se mezcló con una depresión que 20 años después de la bomba se manifestaba todavía en el sentimiento de culpa o vergüenza de haber sobrevivido sin experimentar ningún dolor en el momento de la explosión. Esas personas viven en un encuentro interminable con la muerte que las perdonó, y sufren de una enorme pérdida de confianza en la gran matriz humana que sostiene la vida de cada ser humano. Experimentaron su tránsito anestesiado a través de ese acontecimiento como algo precisamente tan monstruoso como la muerte de la gente que les rodeaba: como un dolor demasiado oscuro y demasiado abrumador para afrontarlo o sufrirlo.59

Lo que hizo la bomba en Hiroshima podría orientarnos para comprender el efecto acumulativo sobre una sociedad en la que el dolor ha sido "expropiado" módicamente. El dolor pierde su carácter referencial cuando es embotado, y engendra un horror residual insensato, indudable. El sufrimiento, que era soportable gracias a las culturas tradicionales, algunas veces engendraba angustia intolerable, maldiciones torturadas y blasfemias exasperantes; también tenía sus propios límites. La nueva experiencia que ha reemplazado al sufrimiento digno es el mantenimiento artificialmente prolongado, opaco, despersonalizado. El uso creciente de matadolores convierte cada vez más a la gente en espectadores insensibles de sus propios yos en decadencia.